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EL ROSARIO Y NUESTROS LEPANTOS DE HOY

  • Foto del escritor: Fabricio Melchiori
    Fabricio Melchiori
  • 8 oct 2017
  • 5 Min. de lectura

El 7 de octubre celebramos la fiesta de la Virgen del Rosario. Como reza el himno de laudes de este día “Rezar el Santo Rosario no sólo es hacer memoria del gozo, el dolor y la gloria, de Nazaret al Calvario. Es el fiel itinerario de una realidad vívida, y quedará entretejida, siguiendo al Cristo gozoso, crucificado y glorioso: en el rosario, la vida”.

Una costumbre de los antiguos romanos asimilada por los nobles en la Edad Media era usar coronas de flores que se ofrecían a personas de distinción a título de reconocimiento. Y, como soberana del cielo y de la tierra, la Virgen santísima tiene derecho a recibir todo homenaje. De ahí que la Iglesia nos exhorte a ofrecerle esa triple corona de rosas (o cuatro, con los misterios Luminosos) a la que llamamos Rosario y cuyo origen es tan antiguo como el propio cristianismo, pues Cristo vivió los misterios de su vida para que nosotros, los católicos, los reproduzcamos con nuestra vida y oración diarias.

Mucho es lo que España ha aportado a la Iglesia y la fe católicas como proclamó Pío XII al referirse a ella como “La Nación elegida por Dios como principal instrumento de evangelización del Nuevo Mundo, y como inexpugnable baluarte de la Fe Católica”.

Y una de esas aportaciones es el Santo Rosario, del cual la tradición considera inventor en su actual forma al noble español Santo Domingo de Guzmán y Garcés (Caleruega, 1170 – Bolonia, 1221) fundador de la Orden de Predicadores, también conocida como “Dominicos”.

Por otra parte, la fiesta de Nuestra Señora del Rosario –antes llamada la Virgen de las Victorias- fue instituida para conmemorar el insigne beneficio de la victoria de Lepanto, en que la escuadra de la Liga Santa, integrada por el Papado, Venecia, España, algunos pequeños estados italianos (Génova, Saboya…) y los Caballeros de Malta y comandada por don Juan de Austria, derrotó a la escuadra otomana un 7 de octubre de 1571, en una batalla que el entonces Sumo Pontífice hoy venerado como San Pío V encomendó a la intercesión de la Virgen del Rosario, a cuya ayuda se atribuye la victoria. Algunos escritores, como el P. Luis Coloma, S. J. cuentan cómo el Pontífice, mientras oraba recibió la iluminación de un versículo del evangelio del día: fuit homo missus a Deo cui nomem erat Ioannes [Jn. I, 6] Hubo un hombre enviado de Dios que se llamaba Juan, que le hizo designar a don Juan De Austria, pese a su juventud, para comandar la flota.

Don Juan dio la señal de batalla enarbolando la bandera enviada por el Papa con la imagen de Cristo crucificado y de la Virgen y se santiguó. Los generales cristianos animaron a sus soldados y dieron la señal para rezar. Los soldados cayeron de rodillas ante el crucifijo y continuaron en esa postura de oración ferviente hasta que las flotas se aproximaron. Los turcos se lanzaron sobre los cristianos con gran rapidez, pues el viento les era muy favorable, especialmente siendo superiores en número y en el ancho de su línea. Pero el viento, que era muy fuerte, se calmó justo al comenzar la batalla. Pronto el viento comenzó en la otra dirección, ahora favorable a los cristianos. El humo y el fuego de la artillería se iba sobre el enemigo, casi cegándolos y al fin agotándolos.

El Papa Pío V, desde el Vaticano, no cesó de pedirle a Dios, con manos elevadas como Moisés. Durante la batalla se hizo procesión del Rosario en la iglesia de Santa María sopra Minerva en la que se pedía por la victoria. El Papa estaba conversando con algunos cardenales pero, de repente, los dejó; se quedó algún tiempo con sus ojos fijos en el cielo, cerrando el marco de la ventana y dijo: "No es hora de hablar mas sino de dar gracias a Dios por la victoria que ha concedido a las armas cristianas". Este hecho fue cuidadosamente atestado y auténticamente inscrito en aquel momento y después en el proceso de canonización de Pío V.

En un esbozo del contexto histórico, conviene recordar que, entre principios del siglo XVI hasta bien mediado el XVII, hubo un continuo estado de guerra entre la Monarquía Católica y la Sublime Puerta remontado a la aparición del turco en las costas europeas mediado el siglo XIV apoderándose de los restos del imperio bizantino conquista de Constantinopla en 1453 y de los pequeños estados balcánicos, llegando a asediar Viena en 1529, que tuvo que ser defendida por el emperador Carlos V, así como la isla de Malta en 1565. Esta expansión era vista por Felipe II como una grave amenaza a España donde entre 1566 y 1570 se acababa de librar la segunda guerra de los moriscos de Granada, que hubieran podido abrir un frente en la península para el desembarco otomano.

El Golfo de Lepanto, en el Peloponeso, fue el marco del encuentro de las escuadras de ambos imperios. La Liga Santa, cuyo principal miembro era la armada española estuvo al mando de don Juan de Austria, secundado por Álvaro de Bazán, Requesens y Andrea Doria, mientras que la veneciana iba capitaneada por Veniero y la pontificia por Marco Antonio Colonna. Entre todos reunían más de 200 galeras, 6 galeazas y otras naves auxiliares. La escuadra turca, al mando de Euldj Alí, gobernador de Argel, contaba con 260 galeras y 120.000 hombres.

Ya pasaron 446 años de la victoria de la cristiandad atribuida al auspicio mariano. Fueron 80.000 los combatientes cristianos, y uno de ellos, Miguel de Cervantes, el manco de Lepanto, herido en el combate, la denominó “la más grande ocasión que vieron los siglos”.

Hoy los cristianos estamos en situación similar, en una lucha entre la cultura de la vida y la cultura de la muerte. Esta se refleja en la destrucción de las familias y también en la crisis de los gobiernos en todos los países. Europa, de modo especial, con el desconocimiento de sus raíces y una creciente inmigración de origen no cristiano, se ve conmovida en sus cimientos. El enemigo, sobre todo de dentro, parece muy superior en sus fuerzas: posee la mayor parte de los medios de comunicación y un gran poder económico y político. La mayoría de los cristianos están dormidos, arrastrados por el paganismo imperante. Pero no podemos lamentarnos de no tener los recursos que tiene el enemigo. Tampoco podemos esperar a que todos los católicos despierten del letargo en que el mundo los tiene envueltos. Nosotros tenemos las armas más poderosas: la fe y el Santo Rosario. El Señor ganará la batalla con la entrega total de unos pocos humildes y totalmente fieles al Señor y a Santa María. Hombres y mujeres que no se avergüenzan de ser católicos y de luchar con todo el corazón.

Una lucha que debe librarse, primeramente, en el corazón de cada uno, para hacer crecer ese amor a Dios y a las almas: Vive de Amor y vencerás siempre —aunque seas vencido— en las Navas y los Lepantos de tu lucha interior (San Josemaría, Camino, 433).


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