LA GRAN MURMURADORA
- Fabricio Melchiori
- 29 abr 2017
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 29 abr 2021

Todos los santos son extraordinarios. Cierto. Pero San Pablo dice que en el cielo de Dios lucen astros de diversas magnitudes: “una estrella se diferencia de la otra en el resplandor” (1Cor15,41). Cada 29 de abril, celebramos la fiesta litúrgica de una gran Santa. Conocemos muy bien la vida de Santa Catalina de Siena (1347-1380). El que fue su director espiritual, el Beato Raimundo de Capua, dominico (1330-1399), Maestro general de la Orden de Predicadores, escribió su vida hacia 1390 en la Legenda maior. De todo lo que en ella refiere de los hechos y dichos de la Santa tuvo conocimiento directo, o bien son confidencias que recibió de ella misma, o referencias comunicadas por testigos directos fidedignos. Él siempre precisa con exactitud científica la fuente de la que procede lo que de ella narra.
Uno de los mayores logros de Santa Catalina fue su labor de llevar de vuelta el Papado a Roma a partir de su desplazamiento a Francia. Asimismo, se la llego a reconocer como conciliadora: ella comenzó ayudando a resolver varios conflictos familiares, y luego su trabajo se amplió para incluir el establecimiento de la paz en las ciudades estados italianas. Por ejemplo, en 1375, Santa Catalina tuvo noticias a través de Fray Raimundo de que la gente de Florencia se había adherido a una liga que estaba en contra de la Santa Sede. El Papa Gregorio XI, que residía en Avignon, escribió a la ciudad de Florencia, pero sin éxito. Ocurrieron divisiones internas y asesinatos entre los florentinos, y pronto se demandó su reconciliación. Santa Catalina fue enviada por los magistrados de la ciudad como mediadora. Antes de llegar a Florencia, se reunió con los jefes de los magistrados, y la ciudad encomendó toda la situación a su criterio, con la promesa de que debía ser seguida a Avignon por sus Embajadores, quienes debían firmar y ratificar las condiciones de reconciliación y confirmar cada cosa que había hecho. Su Santidad, luego de haber tenido una conferencia con ella, en admiración de su prudencia y santidad, le manifestó: “No deseo nada más que la paz. Dejo esta cuestión totalmente en sus manos; solo le recomiendo el honor de la Iglesia”. Sin embargo, los florentinos no fueron sinceros en su búsqueda de la paz, y continuaron sus intrigas secretas para apartar a toda Italia de su obediencia a la Santa Sede.
La santa tuvo otra misión durante su viaje a Avignon. El Papa Gregorio IX, electo en 1370, tenía su residencia en Avignon, donde los cinco papas previos también habían residido. Los romanos se quejaban de que sus obispos habían abandonado su iglesia durante setenta y cuatro años, y amenazaron con llevar a cabo un cisma. Gregorio XI hizo un voto secreto para regresar a Roma; pero no hallando este deseo agradable a su corte, el mismo consultó a Santa Catalina acerca de esta cuestión, quien le respondió: “Cumpla con su promesa hecha a Dios”. El Papa, sorprendido de que tuviera conocimiento por revelación lo que jamás había revelado a nadie, resolvió inmediatamente hacerlo. La Santa pronto partió de Avignon. Se cuenta con varias cartas escritas por ella y dirigidas al Papa, a fin de adelantar su retorno a Roma, en donde finalmente falleció en 1376.
Posteriormente, Santa Catalina escribió al Papa Gregorio XI en Roma, exhortándole firmemente a contribuir por todos los medios posibles a la paz general de Italia. No dudó en decirle al mismo Papa que, en su lugar, temería el juicio de Dios. Su Santidad le encomendó la misión de ir a Florencia, aún dividida y obstinada en su desobediencia. Ella vivió un tiempo allí en medio de varios peligros incluso contra su propia vida. A la larga, ella logró que la gente de Florencia se dispusiera a la sumisión, a la obediencia y a la paz, aunque no bajo la autoridad de Gregorio XI, sino del Papa Urbano VI. Esta reconciliación ocurrió en 1378, luego de lo cual Santa Catalina regresó a Siena.
En este año, tres antes de morir, recibe Santa Catalina una gracia muy especial: Cristo le enseña a escribir, como ella misma refiere al Beato Raimundo de Capua (Carta 272, octubre 1377): “Esta carta y otra que os mando [la 273] la he escrito de mi mano en la localidad de la Rocca [de los Salimbeni] entre muchos suspiros y abundantes lágrimas, mientras el ojo, viendo no veía. Yo estaba admirada de mí misma y de la bondad de Dios al considerar su misericordia y providencia con las criaturas racionales. Esta se volcaba en mí, ya que para consuelo me había dado y concedido la facultad de escribir, pues yo no sabía [hacerlo] por mi ignorancia. Y esto sucedió para que descendiendo de la altura [de los éxtasis] tuviese un modo de desahogar mi corazón para que no estallase. No queriendo tampoco sacarme de esta vida de oscuridad, me confirmó en mi espíritu de modo admirable, como hace el maestro con el niño al que enseña. Y así, en cuanto os apartasteis de mí, comencé a escribir con el glorioso evangelista Juan y Tomás de Aquino. Así durmiendo, comencé a aprender. Perdonadme el escribir demasiado, porque las manos y la lengua se hallan de acuerdo con el corazón [Rm 10,8]. Jesús dulce, Jesús amor”.
Su amor por la Iglesia y el Papa nunca le impidió conocer los pecados o deficiencias del pueblo, de la Jerarquía pastoral, del mismo Papa, sobre los que hablaba con suma claridad en el nombre del Señor. Lo vemos con frecuencia en El Diálogo y con mayor crudeza en muchas de su Cartas.
El Señor le dice y ella escribe: “Hija dulcísima, tus lágrimas me fuerzan, porque van unidas con mi caridad y son derramadas por amor a mí. Pero mira y fíjate cómo mi Esposa tiene sucia la cara. Cómo está leprosa por la inmundicia y el amor propio y entumecida por la soberbia y la avaricia de aquellos que a su pecho se nutren… Hablo de mis ministros… Mira con cuanta ignorancia, y con cuántas tinieblas, y con cuánta ingratitud, y con qué inmundas manos es administrado este glorioso alimento y sangre de esta Esposa. Con cuánta presunción e irreverencia lo reciben” (Dialogo II, I, 2).
Ella recibe los diagnósticos de Cristo sobre el estado de su Iglesia, y los hace suyos. «¡Ay de mí! ¡Basta de callar! Veo que por callar el mundo está podrido, la Esposa de Cristo ha perdido su color [Lament 4,1], porque hay quien chupa su sangre, que es la sangre de Cristo que, dada gratuitamente, es robada por la soberbia, negando el honor debido a Dios y dándoselo a sí mismos» (Carta 16 a un alto Prelado). Santa Catalina dedica un amplio capítulo de El Diálogo a describir los males arraigados en la Iglesia a causa de los pecados e infidelidades de sacerdotes y religiosos, urgiendo por ello la reforma de la Iglesia (parte III, cap. 2). Dice hablando de los religiosos desviados: “De todos estos males y de otros muchos son culpables los prelados, porque no tuvieron los ojos sobre sus súbditos, sino que les daban amplia libertad o ellos mismos los empujaban, haciendo como quien no ve sus miserias”.
Consideraciones semejantes tiene sobre los laicos tibios o infieles. Contestando una pregunta que el Beato Raimundo le hace sobre una visión que ella ha tenido del Purgatorio, ella responde. “Me sorprendió de un modo especial la manera en que son castigados los que pecan en el estado matrimonial, no respetándolo como es su deber y buscando las satisfacciones de la concupiscencia”. Le pregunté entonces por qué aquel pecado, que no era más grave que los demás, era castigado más severamente. Respondió: Porque a ese pecado no le dan importancia, y por consiguiente no sienten dolor por él como por los demás y, por tanto, caen en él más frecuentemente y con más facilidad” (LM 215).
Pío II la declaró santa en 1461. En 1939 Pío XII la declaró patrona principal de Italia, junto a San Francisco de Asís. El 3 de octubre de 1970 Pablo VI le otorgó el título de Doctora de la Iglesia, siendo la segunda mujer en obtener tal distinción, después de santa Teresa de Jesús (27-IX-1970) y antes de Santa Teresa del Niño Jesús (19.X-1997). En 1999, bajo el pontificado de Juan Pablo II, se convirtió en una de las Santas Patronas de Europa.
En estos tiempos delicados de la humanidad y de la Iglesia, cuando reina la confusión y no se alzan voces claras que confirmen a las almas en la verdad, y es atacado el mismo estado matrimonial, cuánta necesidad hay de almas así, como Santa Catalina ―“la gran murmuradora”, como la llamó un santo de estos tiempos―, que hable claro, que sea valiente para defender la Verdad.
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