GETSEMANÍ Y LA HORA DEL MAL
- Fabricio Melchiori
- 14 abr 2017
- 7 Min. de lectura
La Semana Santa nos invita a vivir algunos acontecimientos que jamás debemos verlos como algo ajeno a nuestra existencia, es más: solo ellos le dan verdadero sentido. Los comentarios siguientes son fruto de lo que otros autores de espiritualidad han reflexionado a lo largo de los siglos. En Getsemaní, en aquél huerto de olivos, lugar de silencio y encuentro con Dios en oración, Jesús se vio invadido de una terrible tristeza. El texto evangélico pone literalmente en boca de Jesús la expresión: «Siento una tristeza de muerte». No vamos a entrar aquí en descripciones perturbadoras. Cada uno deberá interpretar en el fondo de su propio corazón el sentido de estas palabras, porque a todos nos incumben directamente. El hecho de que Jesús dijera a sus tres acompañantes que le esperaran y permanecieran en vela, mientras él se retiraba a orar, debió de provocar en ellos una inusitada admiración; quizá era la primera vez que les pedía una actitud semejante. A continuación, él se apartó un poco más, cayó de rodillas contra el suelo y se puso a orar.
Ahora bien, ¿qué nos dice la fe? En primer lugar, nos revela quién es el protagonista de ese acontecimiento: el Hijo de Dios, en el sentido estricto de la palabra. Por eso, él puede comprender la existencia en su más profunda y definitiva realidad. Cada vez que nos centramos en la figura de Jesús, queda patente que Él es el que sabe. Él conoce el interior del hombre y conoce la realidad del mundo. Todos los demás están ciegos; mientras Él es el único que ve. Él conoce en su profundidad más radical el extravío del ser humano, que no consiste en el mero desorden moral de un individuo, comparado con la actitud de otro que procede según unos principios bien precisos, ni en la superficialidad religiosa del que vive inmerso en categorías de este mundo, comparada con la profunda espiritualidad de otro que practica su religión, ni en la apatía mental de una persona más bien inculta frente a la lucidez y creatividad de otra excepcionalmente dotada. El extravío que percibe Jesús no tiene nada que ver con esas diferencias. Su visión de la realidad penetra hasta lo más hondo de la existencia humana.
Pero Jesús no contempla ese extravío como lo percibiría una eximia figura religiosa, ni como el que, tras haber pasado personalmente por la culpa, el enredo y la mentira, ha logrado que, por fin, se le abran los ojos, mientras la visión de los demás permanece aún cerrada. Jesús no se puede incluir, en absoluto, en esa situación de extravío que se describe aquí. Jamás se ha encontrado en ella, de modo que se haya podido liberar por la fuerza de la gracia y por el propio esfuerzo. La Escritura no abre el más mínimo resquicio a una suposición de ese tipo. Jesús ha vivido esa situación como el que, por naturaleza, es completamente ajeno a ella. Por eso, si la conoce, no es porque lo exija su existencia humana extraviada, como la nuestra, sino que la conoce como la conoce el propio Dios. De ahí la tremenda claridad de su percepción, y también su infinita soledad. Por eso, Jesús es verdaderamente el que ve, en un mundo de ciegos; es el que siente, en un mundo de apáticos; es el hombre libre y cabal, en un mundo de desconcierto y confusión.
Así fue esa «hora» de Getsemaní. En su corazón y en su mente, Jesús vivió la experiencia suprema de lo que significa el pecado a los ojos de un Dios justiciero y vengador. El Padre exigía a Jesús que hiciera suyo ese pecado y lo cargara sobre sus hombros. E incluso podríamos decir que Jesús vio en ese momento cómo la cólera de Dios, suscitada por el pecado, se cebaba en él, que lo había tomado sobre sí; y sintió que el Padre, el Dios santo, se alejaba de él, y lo «abandonaba».
Naturalmente, nuestro razonamiento se mueve en categorías puramente humanas. Quizá, deberíamos callarnos. Pero, si razonamos de esta manera, no es para expresar una opinión personal, sino para prestar un servicio. ¡Ojalá nosotros mismos no desperdiciemos esa «hora» de la que hablamos! En ella, Jesús aceptó la voluntad del Padre, renunciando a la suya. «Su» voluntad no era hacerse fuerte contra el Padre; eso, precisamente, habría sido el pecado. Esa «voluntad» era sólo el lógico estremecimiento de un ser tan puro y vital como Jesús ante la condición de pecador, que él –y no por un pecado personal, sino por una inexplicable identificación que nace del amor subsidiario– había asumido como suya, y sobre la que pendía la desatada «cólera de Dios». La aceptación de ese irrastreable misterio es, sin duda, el contenido más profundo de la palabra de Jesús: «Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú».
La «hora» de Getsemaní fue un tiempo de «agonía», de lucha. Lo que sigue va a convertir esa «hora» en realidad vivida. Lo anterior fue un mero anticipo de lo que ahora se va a llevar a cumplimiento. Y, ¡en qué soledad tan espantosa! Una soledad tan terrible, que nos da la sensación de que, en el fondo, no tenemos nada que reprochar a los discípulos. Ante la inconcebible postración de su Maestro, su capacidad de compasión –tan raquítica– debió de resbalar sobre las circunstancias como el corazón de un niño que, ante una desgracia que sobreviene a los adultos, se desentiende de ella, se enfrasca en sus juegos infantiles y termina por dormirse. Precisamente, el hecho de que en Getsemaní sucediera lo mismo demuestra lo desesperada que debió de ser la soledad en la que se encontraba Jesús.
Seguro que nadie antes de Jesús ni después de él ha contemplado la existencia con tanta claridad como él la vio en ese momento. La mentira del mundo quedó desnuda ante sus ojos; y no como Dios la ve, que eso es lo que pasa siempre, sino como la vio y experimentó en su más intrínseca realidad el corazón humano del redentor. Ahí brilló la verdad; pues «la verdad se realiza plenamente en el amor». De ese modo, quedó establecido el principio por el cual también nosotros podemos llegar a desenmascarar la mentira. Eso es, precisamente, lo que significa la redención: entrar en la perspectiva de Jesús y, en cierto modo, compartir con él esa mirada sobre el mundo y participar en su mismo horror ante el pecado. La actitud decidida y dispuesta a hacer realidad esa cooperación con Jesús, y situar en él el punto decisivo que marca el comienzo y el fin de todas las cosas es lo que constituye, de veras, la existencia cristiana.
A diario recibimos noticias de sucesos espantosos entre seres humanos que, no por repetidos, hieren nuestra sensibilidad. ¿Por qué? ¿Qué respuesta podemos encontrar? ¿No debemos reconocer que esto nos trasciende, que aunque nos hayamos acostumbrado a tanto mal hay algo dentro que nos rebela para aceptar una existencia humana así? Debemos aceptarlo: no hay en este mundo una respuesta al mal que no provenga de un acto humano y eterno a la vez como fue y es la Cruz de Cristo, precedida por esa Agonía en Getsemaní en el que el Hombre-Dios cargó con ello, corriendo el riesgo del don inestimable de la libertad humana, sin la cual no podríamos amar.
Alguien podría preguntar: ¿Qué es lo más seguro, tan seguro que se pueda vivir y morir por ello, tan seguro que todo puede estar anclado en esa realidad? La respuesta es: el amor de Cristo… La vida nos enseña que el fundamento último de todo no es el hombre, ni aun en sus mejores y más apreciados representantes; no lo es la ciencia, la filosofía, o el arte, ni cualquiera otra producción de la creatividad humana. Tampoco lo es la naturaleza, tan llena de mentiras, ni la historia, ni el destino… Ni siquiera lo es, sin más, el propio Dios, pues el pecado Ira despertado su cólera; y si no fuera por Jesús, ¿cómo podríamos saber lo que se puede esperar de él?. Lo seguro, lo realmente seguro es sólo el amor de Cristo. Tampoco podríamos decir que es el amor de Dios, pues, en definitiva, sólo por Cristo sabemos que Dios nos ama. Y aunque lo supiéramos por cualquier otro camino que no fuera Cristo, habría que reconocer que el amor también puede resultar inexorable y tanto más exigente cuanto más noble. Sólo por Cristo sabemos que Dios nos ama, porque perdona nuestro pecado. De hecho, pues, la única seguridad radica en lo que se nos ha revelado en la Cruz: en los sentimientos que de ella dimanan, en la fuerza que palpita en ese corazón. Encierra una gran verdad lo que tantas veces se proclama, aunque de manera inadecuada: el corazón de Jesús es principio y fin de todas las cosas. Y cualquiera otra realidad firmemente establecida, en relación con la vida o con la muerte eterna, tiene su único y exclusivo fundamento en la Cruz de Jesucristo.
Después de Cristo, la muerte no significa lo mismo que antes de él. Creer significa tener parte en él, como dijo él mismo: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá». El que cree, está en la auténtica vida, en la vida «eterna». Fe en Él, en su Persona, en su Palabra, en los Sacramentos, inicio de la vida de la gracia en nosotros que alguna vez será eterna.
Es en Pablo donde encontramos la plena conciencia de lo que aquí se ventila, la comprensión de lo que significa la muerte y la apropiación de lo que ha acontecido en Cristo. En el capítulo cinco de su carta a los Romanos dice con palabras bien claras: «Por un hombre, Adán, entró el pecado en el mundo; y por el pecado, la muerte» (Rom 5, 12). El pecado no pertenece a la naturaleza del hombre. Afirmar eso es paganismo. El pecado trae la muerte porque aparta al hombre de Dios. El hombre tenía su auténtica vida en la comunión con «la naturaleza divina» (2 Pe 1, 4). Esta comunión la rompió el pecado. Ésa fue la primera muerte. Por ella morimos todos. Pero Cristo no sólo está en comunión con la naturaleza divina, sino que es uno con ella. Él mismo es la vida que vence al pecado y a la muerte. Por Él y solo por Él, el mal, esa hora del Mal, no tiene la última palabra.

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