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PASCUAS Y PANDEMIA

  • Foto del escritor: Fabricio Melchiori
    Fabricio Melchiori
  • 19 abr 2020
  • 4 Min. de lectura


Pasadas ya varias semanas desde aquel inicio en China cuando se pensaba que aquellos casos de Coronavirus no tendrían relación con el resto del mundo, ese mismo mundo, contempla perplejo cómo se ha ido extendiendo el virus hasta transformarse en una verdadera pandemia, con miles de muertos y un enorme número de infectados.


Ante la magnitud que iba cobrando el fenómeno, no quedó alternativa que recurrir a la clásica cuarentena para intentar ponerle freno. Y así se fueron sucediendo distintas medidas desde el ámbito civil y que fueron acompañadas desde un primer momento por las autoridades eclesiásticas.

Inevitablemente surgió un debate que seguirá dándose acerca del papel de la Iglesia y sus pastores ante esta situación. No es la primera vez, por cierto, que sucede algo así. Y las crónicas de aquellas pestes nos reportan una Iglesia verdaderamente “en salida” al encuentro de los cuerpos sufrientes para dar consuelo a su lado y, sobre todo, administrar los últimos sacramentos, además de poner en juego todos los recursos de la fe para implorar con largas procesiones durante días y la invocación a los santos y en especial a la Madre de Dios.


Hoy no encontramos esa fe, debemos admitirlo con dolor. Y el punto es ese, más que si se debe salir o no, puesto que sería imprudente en muchos casos y a nadie se le pide el martirio si no es llamado a eso. Es más, con una fe floja, mejor quedarse en casa. Si nuestra fe fuera la de un “grano de mostaza” solo recibiríamos y “contagiaríamos” la gracia, que cura y vivifica cuerpos y almas. San Pablo ya advertía a los suyos acerca de las consecuencias en el cuerpo, las enfermedades, para quienes recibieran sin discernir el Cuerpo de Cristo. Otro tanto cabe, en otra dimensión, en el recurso a la Virgen: después de más de 150 años se cerró el santuario de Lourdes, meta mundial de creyentes y no buscando un alivio para el dolor. ¿Puede un agua que brotó del corazón de María causar un mal? De suyo no, ciertamente, pero, ¿cuál es nuestra fe para que eso no solo no suceda sino que me llegue un milagro?


Entre las múltiples creaciones del ingenio humano tan activo en estos días, se podía ver una viñeta que representaba un diálogo entre el diablo y Dios. El primero se jactaba del “triunfo” al conseguir vaciar las iglesias; Dios respondía con la última palabra diciendo que no, ya que ahora había una iglesia en cada casa. Dejando de lado que en estas modernas “iglesias domésticas” no será posible la presencia sacramental, vamos a adentrarnos en una consideración que nos lleve a algo más profundo y positivo.

Para eso, paso la palabra a Fabrice Hadjadj en un tramo de una entrevista reciente (1): Si hay algo que no puede ser virtual es el rito cristiano. Los sacramentos exigen una proximidad física. Comunican la gracia por contagio, por cercanía, porque el amor de Dios es inseparable del amor del prójimo. Es el motivo por el que, al propagarse la epidemia de la misma manera, los fieles han sido privados de la eucaristía…

Como la Iglesia normalmente exige que se comulgue por lo menos en Pascua, algunos han juzgados positivo discutir esta medida, e incluso desafiarla. Prefiero meditarla. Vivir la Pascua con esta privación es también reconocer que el cristianismo no es un espiritualismo, sino que es la religión de la Encarnación, donde lo más espiritual se encuentra con lo más carnal, donde el don de la gracia pasa por un sacerdote palurdo, tener un vecino de banco en la iglesia antipático y masticar un insípido trozo de pan.

El año pasado, a inicios de la Semana Santa, ocurrió el incendio de Notre-Dame: ese edificio incomparable ardía, pero el ritual se mantenía intacto. Ahora, de manera discreta, pero más profunda, es el ritual mismo el que padece. El drama es mayor, aunque se vea menos. Pero por muy grande que sea el drama, es de esto de lo que habla el sacrificio de la Cruz. Bajo este punto de vista, no del rito, sino de eso a lo que él nos remite, en esta hora en la que el ángel de la muerte pasa por nuestras ciudades, la Pascua nos alcanza con toda su potencia. Judas transmite la muerte con un beso. Pilato se lava las manos con gel desinfectante. Jesús pregunta: “Dios mío, ¿por qué?”. Y no obtiene respuesta.

Pero si nosotros gritamos así en lo que concierne al mal, es porque antes hemos visto la bondad de la vida. Como expresa Rilke en estos versos que no dejo de repetir: «Sólo la alabanza abre un espacio a la queja». Sólo gemimos ante lo que nos destruye porque celebramos lo que nos trae. El reverso del grito, por desesperado que sea, es una llamada a la esperanza. La noche nos horroriza porque hemos gustado de la belleza del día; pero la pérdida de esta luz, que nos causa dolor, nos sugiere también que al final de la oscura noche la aurora acaba despuntando, más conmovedora que nunca.


Poco puede decirse de las distintas especulaciones acerca de su origen, donde se mezcla necesariamente lo humano y lo divino, si no queremos quedarnos en una visión insuficiente y, en definitiva, sin respuesta alguna. En las Escrituras aparece la peste como castigo que Dios puede enviar al pueblo elegido para purificarlo cuando se olvida de la Alianza y se embarca en obras meramente humanas. Otras pestes a lo largo de la historia han buscado lo mismo, aunque provengan del pecado de los hombres. Hoy quizá hay una diferencia con aquellas, además de los siglos que han pasado y necesariamente nos acercamos a un final, aunque pueda aún estar lejano: hoy la humanidad ha perdido en buena parte la fe y Dios no está en su horizonte existencial. ¿Habrá suficiente recurso sobrenatural para tener una reacción de aceptar humildemente un cambio de vida, cara a una Vida que no termina aquí abajo? ¿quedará ese resto de fe necesario para no rebelarse a un designio superior y abandonarse en los brazos de ese Otro, Creador y Redentor, muerto por nosotros a causa del pecado?


La Palabra está en manos de la Providencia y ella dirá, en su Sabiduría pero también en su Amor infinito, si tendremos la chance de una nueva aurora que despunte.

(1) Publicado por Eugénie Bastié en Le Figaro. Traducido por Verbum Caro.

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