LA EPIDEMIA DEL HOMBRE-SIN-DIOS
- Fabricio Melchiori
- 15 mar 2020
- 8 Min. de lectura

Todo peligro debe ser enfrentado, sin duda, de modo responsable, más aún si estamos ante una enfermedad real: un virus que se extiende por el mundo. Poner los medios adecuados será prudente y necesario, sabiendo que no faltarán quienes utilicen este peligro para intereses personales o colectivos. El cómo se enfrenta hoy la situación del Coronavirus habla mucho de quiénes somos como sociedad: más moderna y preparada, más comunicada y muchas veces más solidaria; también más precavida y con más medios al alcance. Pero a la vez el Coronavirus ha mostrado una característica en la sociedad actual: que estamos en una sociedad en buena parte pagana, en buena parte sin Dios.
Hay como un horror a pensar en la muerte: hay una ausencia dramática de invitar a la gente a rezarle a Dios para que nos ayude, creyendo que nosotros solos resolveremos el problema. Se invita poco a buscar la vida de la gracia para prepararse ante la muerte, que nos puede llegar a todos de cualquier forma, nos solo por Coronavirus. No se piensa en el juicio final y en tener la vida lista. Se recetan mascarillas, jabón y otras cosas, pero no el Rosario, el Santísimo y los Sacramentos. Y, ¡cuidado!, no se trata de falsas oposiciones: hay que cuidar el cuerpo, pero también el alma. El Coronavirus no ha mostrado una sociedad incapaz de cuidarse físicamente, no; lo que ha mostrado es una sociedad pagana, donde Dios no tiene espacio, y que es incapaz de preguntarse por la salvación eterna. Y es triste comprobarlo también en personas de Iglesia.
Esta situación debería hacernos pisar tierra y enseñarnos cuán frágiles somos: mostrarnos que no hay fundamento para la nefasta autosuficiencia que predica a un superhombre que lo puede todo. Debemos aceptarlo: somos débiles y no nos bastamos a nosotros mismos. No somos infalibles ni todopoderosos, y eso necesitamos reflexionarlo. Para ser humildes, y para acudir al auxilio de quien sí puede ayudarnos: Dios. Este virus, que roguemos no se tan nefasto, es una ocasión para volver a Dios. ¿Está pasando? ¿nos lo estamos planteando?
Esperemos este virus pase y se cure, pero en el caso que no, ¿estás listo para lo que pueda suceder, incluso la muerte? ¿sabes que tu vida acabará un día ya sea por este virus o por otra razón? ¿sabes que te encontrarás con Dios cara a cara? Pero es lógico: a quien vive sin Dios le aterra la muerte. Y el mundo de hoy que vive sin Dios vive sin la idea de morir. Y sin la urgencia de estar preparados.
Me pregunto, ¿no será que ésta es una ocasión «terapéutica» para curarnos del verdadero virus que como sociedad tenemos? San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán en el siglo XVI, ante la peste que azotó su ciudad hizo justamente lo opuesto a lo que hoy «se recomienda»: organizó procesiones para clamar al cielo la salud, organizó Misas en las plazas para que todos asistan y promovió el rezo a santos protectores de la salud. Y para que tomasen conciencia los milaneses, les dijo: «Ciudad de Milán, tu grandeza se alzaba hasta los cielos, tus riquezas se extendían hasta los confines del mundo… Repentinamente, viene del Cielo la peste, que es la mano de Dios, y de golpe y porrazo ha sido abatida tu soberbia». Y al final de todo sacar una lección para la ciudad: «Él hirió y Él sanó; Él azotó y Él curó; Él empuñó la vara de castigo, y ha ofrecido el báculo de sostén». Si se viera que siendo numerosas hubiera peligro, cabe que algunos sacerdotes, como sucede en Italia, recorran con el Santísimo las calles para bendecir.
En varios sitios se cancelan misas y otras actividades religiosas e incluso se cierran iglesias, como en algún momento en la misma Roma, aunque finalmente dieron marcha atrás, precisamente por las protestas. Ante esto, en un diario de España se publicó lo siguiente: «Es una decisión inédita en dos mil años de cristianismo en los que han llovido pestes, cóleras, lepra, catástrofes, hambrunas, guerras y revoluciones; pero siempre hubo misas para consuelo y esperanza de las gentes… Entiendo perfectamente que, desde fuera, se equipare la asistencia a la Santa Misa a cualquier otro evento más o menos multitudinario; pero, desde dentro, ¿olvidamos el valor infinito de Santo Sacrificio?». La fotografía que ilustra este artículo es una escena de la película “El frente infinito” (1960) donde el sacerdote que celebraba es abandonado por los soldados ante los bombardeos. No a todos se les pide eso, pero, ¿comprendemos la protección que es una Misa? El episcopado polaco pidió aumentar las misas dominicales para que haya menos aglomeración de personas y no deje de haber el Sacramento y así todos puedan ir: «es impensable que no recemos en nuestras iglesias», argumentan. Sin embargo, pareciera que esta voz «contra corriente» no es común hoy, pues encontramos recomendaciones de gente de Iglesia que más pareciera ser un eco de recomendaciones buenas, necesarias y sensatas, pero propia de los gobiernos, dejando de lado el deber primordial que tenemos como Iglesia: acercar a la gente a Dios. Parecería que hay un pavor a decir algo que no sea políticamente correcto, como hablar de la fragilidad, la muerte y de Dios, y más bien pareciera que hay un afán de querer agradar a la tribuna del momento diciendo lo común que todos dicen y que se quiere escuchar. La mejor receta para correr del Coronavirus y de cualquier mal (sin dejar los adecuados y prudentes cuidados humanos), es correr hacia Cristo.
En realidad al virus que realmente hay que temer es al del paganismo, que parece se ha esparcido desde hace tiempo y nos ha contagiado, conduciéndonos a una enfermedad verdaderamente peligrosa: la prescindencia de Dios, que no nos lleva a la muerte física, sino a la muerte eterna. Y para eso hay una sola vacuna: volver a Dios por medio de los sacramentos. El papa se ha referido a la Iglesia como “hospital de campaña”: ¿no es este el momento de serlo de verdad?
Estos días de Cuaresma releemos la salida de Israel de Egipto, cuando Dios le libró del azote de las plagas. La escena cobra vida nueva ante la epidemia que vivimos. Y nos recuerda que Dios no es ajeno a nada de cuanto nos pasa. “En tu mano están mis azares” (Sal 35,15). Quien vive todo desde la fe en el Creador, también desde la fe en el Creador vive el Coronavirus.
¿Por qué esta epidemia, cuáles son sus causas y efectos? De ello puede hablarnos el biólogo o el médico, también el psicólogo o el economista. Pero solo la fe da el horizonte último que unifica las miradas parciales. El creyente no tiene todas las respuestas, pero conoce a Quien sí las tiene. Lo conoce y sabe invocarle, para que le ayude a vivir esta hora con sentido. Creer en Dios significa que nuestro “¿por qué?” puede transformarse en “¿para qué?”
“En el programa del reino de Dios”, decía San Juan Pablo II, “el sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo” (Salvifici Doloris 30). También el sufrimiento del virus está presente para que se reavive en nosotros el amor. Hacia este amor conduce la providencia todas las cosas. Por eso quien cree en la providencia no responde con la dejadez o la irresponsabilidad, sino con la inteligencia del amor.
Despertamos al amor porque descubrimos lo valiosas que son nuestras relaciones, basadas en el cuerpo; despertamos al amor porque sufrimos como propio el sufrimiento y la angustia de los otros; despertamos al amor con nuevos modos de obrar juntos. En fin, esta creatividad del amor nos hará descubrir que el amor tiene una fuente inagotable. Y así el dolor nos despertará al amor si volvemos la mirada a Dios, manantial y cauce de todo amor. El aislamiento forzado del virus puede ayudar a ahondar en la gran pregunta sobre el “para qué” de todo. El virus, al amenazar el aliento de vida que respiramos y la presencia de quienes amamos, nos invita a preguntarnos por el secreto último de este aliento de vida y de este amor: ¿cuál es su origen y destino? Y la pregunta nos llevará a descubrir el rostro de ese Dios que ha querido responder al sufrimiento, no con una teoría, sino con una presencia: sufriendo con nosotros. Pues Él se ha hecho carne, contagiándose de nuestro dolor para sanarlo. Y, en los sacramentos de su cuerpo y sangre, nos ha regalado la salud.
Precisamente en este tiempo puede hacerse difícil el acceso a los sacramentos, sobre todo a la Eucaristía. Recordemos, por ello, que la gracia de Dios sigue actuando, aun cuando no podamos acudir a comulgar. Pues en cada misa que diga un sacerdote, aunque esté solo, estaremos todos presentes, y su gracia nos tocará. Y la fe en la providencia suscitará un amor inteligente para que la Eucaristía siga prolongándose en nuestras vidas. Podremos reforzar la oración en común, la lectura en voz alta de la palabra de Dios, la invocación de María en el Rosario…
Es posible que, como ya está sucediendo en Italia, muchos deban vivir esta Cuaresma desde el ayuno de la Eucaristía. Será un dolor salvífico si despierta en nosotros el amor por el pan vivo que viene del cielo. Si nos enseña que, privados de la Eucaristía, medicina de inmortalidad, no podemos vivir. Pues en ella está el cuerpo resucitado de Cristo, inmune ya a cualquier virus, y fuente inagotable de nuestra vida juntos. Así, la amenaza del virus despertará en nosotros, junto al amor concreto por el que sufre, la esperanza de un amor pleno que nunca acaba. Pues sonará nueva la súplica del salmista: “No temerás la peste que se desliza en las tinieblas, ni la epidemia que devasta a mediodía, porque hiciste del Señor tu refugio, tomaste al Altísimo por defensa” (Sal 91,5-6.9).
Nada escapa a la providencia de Dios, y Dios cuenta con nuestra prudencia (que es la inteligencia del amor) para hacer frente a la epidemia, apoyándonos unos a otros generosa y creativamente.
Ante una peste decía Don Bosco: “Ustedes estén tranquilos. Si cumplen lo que yo les digo, se librarán del peligro. Ante todo, deben vivir en gracia de Dios, llevar al cuello una medalla de la Santísima Virgen, que yo les bendeciré y regalaré a cada uno, y rezar cada día un padrenuestro, un avemaría y un gloria. Mañana harán una buena confesión y comunión para que yo los pueda ofrecer a todos juntos a la Santísima Virgen, rogándole que los proteja y defienda como a hijos suyos queridísimos. La causa de todo es, sin duda, el pecado. Si todos están en gracia de Dios y no cometen ningún pecado mortal, yo les aseguro que ninguno será atacado por el cólera; pero, si alguno se obstina en seguir siendo enemigo de Dios o, lo que es peor, lo ofendiera gravemente, a partir de este momento yo no podría garantizar lo mismo para él ni para ningún otro de la casa”. A pesar de que el cólera hizo estragos entre los vecinos, ninguno de los alumnos del Oratorio fue atacado, ni siquiera los 44 jóvenes que durante aquellos meses atendieron por las casas a los enfermos.
En el momento en el cual se propaga una epidemia en Europa, si existe un lugar al cual se debería recurrir, seguros de no ser contagiados y de recibir en cambio beneficios para el alma y para el cuerpo, es precisamente el Santuario de Lourdes. Quien en Lourdes se bañara en la misma piscina de un enfermo de Coronavirus, estaría seguro de no ser contagiado, porque las piscinas de Lourdes no son lugares de pecado, sino lugares de fe, y es la fe y no la medicina la que posibilita los milagros. Quien niega el carácter milagroso del agua de Lourdes, quien teme que las piscinas de Lourdes puedan generar contagios, ¿no estaría negando el poder de Dios, la promesa de Nuestra Señora, el significado de Lourdes?
Nuestra Madre del Cielo y de la tierra nos ayudará con su corazón materno a no olvidar las palabras de su Hijo: No teman a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; teman más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno (Mateo 10, 28).
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