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DIOS Y LA PANDEMIA

  • Foto del escritor: Fabricio Melchiori
    Fabricio Melchiori
  • 2 abr 2021
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 13 abr 2021



Pasado un año desde que explotara en el mundo la pandemia y en las puertas de una nueva Pascua puede ser bueno acercar algunas reflexiones, fruto también de recoger otras opiniones, y que permitan hacer foco en lo fundamental para así sustraernos de unas consideraciones solo humanas y sanitarias.


El misterio del mal.

Lo que hemos vivido y estamos viviendo en relación con la pandemia del covid-19 plantea muchas preguntas y muchas inquietudes; problemas serios que se encuadran, más en general, en el campo de las relaciones entre Dios y el mal.

Esas relaciones son un misterio profundo, al que solo se puede responder, en último término, con una actitud de intensa fe y confianza plena en Dios. Un Dios que es la Bondad misma e infinitamente poderoso; que nos quiere “con locura”, hasta el punto de enviar a su mismo Hijo al mundo, para que muera por nosotros y resucite, y nos libre así, precisamente, de todo mal, acontecimientos que estamos renovando litúrgicamente en estos días.

El mal, todo mal, en efecto, ya ha sido vencido por nuestro Redentor Jesucristo; aunque la victoria definitiva no se manifestará hasta el fin de este mundo, porque Dios sigue contando con nuestra libre elección del bien, y nuestra cooperación en su difusión por el mundo.

El misterio del mal entronca pues, también, con el misterio de la creación, y el misterio de la libertad del hombre, cumbre de esa creación; y sólo se puede afrontar correctamente a la luz de todo el mensaje cristiano, a la luz de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero.

En la pandemia del coronavirus encontramos las dos manifestaciones principales del mal: el mal físico y el mal que proviene del mal uso de la libertad humana.

Como enfermedad, enfermedad grave, de rápida transmisión, de repercusión mundial y con un índice considerable de muertes, es indudable que el covid-19 es un gran mal. Dios no quiere el mal. Dios no ha querido ni quiere que exista el coronavirus. Dios ha creado el mundo bueno. Bueno, pero imperfecto: si no, no sería mundo, sería el mismo Dios. El mal, propiamente, no tiene entidad: es la ausencia de un bien debido. La enfermedad es la ausencia de salud, del buen funcionamiento de los órganos humanos. En el coronavirus y sus manifestaciones se ve clarísimo: falla la respiración, el gusto, el olfato, etc.


El papel de Dios.

Además de la imperfección propia de la naturaleza, el mal físico proviene también del pecado de los hombres, empezando por el pecado original: en el Paraíso terrenal no había enfermedades ni muerte (y no las habrá en el Cielo, desde luego). Dios no quiere ni ha querido el mal: lo hemos querido y lo seguimos queriendo los hombres o los demonios.

Sí se puede decir que Dios “permite” el mal, pero no si se entiende esa expresión en sentido directo: propiamente no permite el mal, sino lo que causa el mal. Permite, por una parte, que la naturaleza no sea perfecta y exista en ella el mal, en cuanto ausencia de perfección. Y permite también la libertad angélica y humana, buenas en sí mismas, aunque actúen mal.

En este sentido, Dios ha permitido, en esta enfermedad como en cualquier otra, que la naturaleza siguiera su curso en el origen (todavía no aclarado) y desarrollo del virus y sus consecuencias. Y ha dejado actuar libremente a las autoridades, los científicos, etc., tomando decisiones que quizá no han sido siempre acertadas, y han provocado otros males.

Por ejemplo, Dios no quería ni quiere en absoluto que dejemos de vivir la Santa Misa y de comulgar. Que millones de personas no hayan podido hacerlo durante un largo periodo de tiempo y, en muchos casos, no puedan todavía es un gran mal. Objetivamente, un mal mayor que la misma pandemia, porque los bienes del alma son superiores a los bienes del cuerpo. Que Dios quisiera eso sería una absurda contradicción con el mismo sacrificio de Cristo en la Cruz, que se renueva precisamente en la Misa, para librarnos de todo mal.

Por otra parte, no es fácil juzgar la bondad o maldad de las medidas públicas tomadas, en una situación tan delicada y compleja con tantos factores a tener en cuenta. Ni tampoco juzgar las decisiones personales tomadas por los que siguen poniendo por delante el peligro del contagio de la participación en los sacramentos, por seguir con el mismo ejemplo.

Dios no ha querido ni quiere la pandemia, la cuarentena, el encierro, la no participación en los sacramentos, el no poder visitar a familiares y amigos, el no poder desempeñar determinados trabajos, etc. No ha querido ni quiere todo lo malo que hay en todo eso. Pero, ¿no puede intervenir para que acaben todos esos males, o para paliarlos, al menos? Por supuesto que puede: es Omnipotente. Y lo hace con más frecuencia de lo que a veces reconocemos: es lo que llamamos milagros.

Pero justamente los llamamos milagros, porque son algo extraordinario. Si Dios interviniera siempre curando toda enfermedad, por ejemplo, dejaría de ser algo extraordinario, y dejaría de tener sentido la existencia del mismo mundo creado en cuanto tal: ¿Para qué crear un mundo con unas leyes determinadas, si el mismo autor de esas leyes se las salta siempre, anulándolas de hecho?

Y con respecto al mal que procede de la libertad, todavía Dios caería en un absurdo mayor: ¿Para qué hacer libre al hombre si cada vez que toma una mala decisión, Dios mismo la anula, impide su puesta en práctica? Es más, bastaría que Dios impidiera la acción libre de una persona una vez, para que ya ninguno fuéramos realmente libres, porque ante cada decisión estaríamos pendientes de si Dios me lo va a permitir o no. Dios se transformaría así en un caprichoso tirano, y la libertad desaparecería de hecho como tal.

Dios hace todo lo posible por ayudarnos a decidir bien, y para eso también se ha encarnado Jesucristo y a muerto y resucitado por nosotros, pero sin traspasar jamás los límites de esa misma libertad que nos ha dado como don maravilloso. De hecho, no sabemos los numerosos milagros que a lo largo de todo el mundo seguramente Dios ha hecho y hará en este tiempo de pandemia. Y podría hacer el milagro de acabar con ella en un instante, desde luego, pero, ¿eso sería realmente lo mejor?

Porque hay algo todavía mucho más importante que hace Dios ante el mal: extrae siempre de los peores males bienes mucho mayores. Del pecado original y de los más terribles pecados de la humanidad ha extraído la salvación definitiva de Jesucristo; ha extraído la felicidad eterna del Cielo, para todo el que libremente quiera aceptarla.


Poner la confianza en Dios.

La actitud de fe y confianza en Dios de la que hablábamos antes, incluye también el “Dios sabe más”: sólo Él, en particular, conoce el futuro, y los bienes que saldrán de esta pandemia, aunque algunos ya se empiezan a notar; sólo Él conoce el fondo de todos los corazones, y el bien que habrá hecho a muchas almas el conjunto de dificultades afrontadas estos meses; etc. Dios sabe más, y sobre todo, Dios quiere siempre lo mejor para sus hijos: por tanto, en lo que depende de Él, podemos estar seguros de que sea lo que sea lo que pase será lo mejor. El problema sigue estando en nuestra libertad: confiar en Él o dudar de Él.

La conocida frase de San Pablo es clarísima en su formulación: “Para los que aman a Dios, todo coopera al Bien”. No dice “todo es bueno”, porque realmente existe el mal, pero sí que todo conduce al Bien: no triunfa ni permanece el mal. Y pone una clara condición: “para los que aman a Dios”: si no se le ama (se cree, se confía, se espera en Él), no: no porque Él no quiera sino, porque yo no quiero.

En definitiva, la gran cuestión sobre la pandemia y sus consecuencias no debería ser: ¿por qué Dios permite todo esto? ¿por qué Dios no hace algo para solucionarlo?; sino, ¿qué estoy haciendo yo para amar más a Dios, y cooperar con Él en extraer grandes bienes de estos males concretos? ¿el coronavirus es para mí un reto para amar más Dios y a los demás? ¿veo allí una ocasión de purificación que Dios ofrece, aunque no quisiera, a la humanidad, a la Iglesia, a mí mismo? ¿soy consciente de que Dios me quiere junto a sí y que se valdrá de todo, muchas veces del sufrimiento, para atraerme a Él?

Quizá, simplemente, me resigno ante la situación; o peor, me provoca desaliento y pesimismo. O peor todavía: me lleva a rebelarme contra Dios, como si Él fuera el culpable; cuando de hecho es siempre la solución: el único infinitamente Bueno y Poderoso a la vez, el único y verdadero Amor.

2 Comments


Genoveva Villanueva
Apr 12, 2021

me pareció muy interesante

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Fabricio Melchiori
Fabricio Melchiori
Apr 12, 2021
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Gracias, Beba: la idea es ayudar a levantar la mirada y dejarse llevar por los "movimientos" que Dios haga de esta situación...Cariños y saludos.

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