LA FUERZA DEL SILENCIO
- Fabricio Melchiori
- 2 jul 2017
- 10 Min. de lectura

Tras el éxito internacional de Dios o nada, el Cardenal Sarah afronta en estas páginas la necesidad del silencio interior para escuchar la música de Dios, para que brote y se desarrolle la oración confiada con Él, para entablar relaciones cabales con nuestros allegados. “La verdadera revolución -afirma- viene del silencio, que nos conduce hacia Dios y los demás, para colocarnos humildemente a su servicio”.
El prefecto de la Congregación vaticana para el Culto divino y la disciplina de los Sacramentos, enlaza y enumera hasta 365 pensamientos, hondos y variados, a propósito del silencio y sus efectos, que concluyen con un excepcional y riquísimo diálogo con Dom Dysmas de Lassus, Prior General de la Grande Chartreuse.
“Contre la dictature du bruit”, contra la dictadura del rumor, dice el subtítulo. En efecto, el rumor ensordecedor de la sociedad moderna, que ha penetrado también en la Iglesia, es la columna sonora de esa “nada” que es el olvido de Dios, marcado a fuego en el libro anterior.
Mientras que, por el contrario, sólo el silencio permite “sentir la música de Dios”.
La meditación de Sarah toca en profundidad la vida de la Iglesia. Son frecuentes las referencias a la liturgia y a las formas con frecuencia desordenadas con las que se la celebra hoy, es decir, a ese “culto divino” del cual el cardenal está a cargo como prefecto.
Aquí, a continuación, algunas de las frases más atrevidas del libro La Fuerza del Silencio, del Cardenal Robert Sarah y el autor francés Nicolas Diat:
Tampoco basta con callar, hay que convertirse en silencio.
El auténtico desierto está en nuestro interior, en nuestra alma. Si lo entendemos así somos capaces de comprender que el silencio es indispensable para encontrar a Dios: El Padre aguarda a sus hijos en sus propios corazones.
La soledad es el mejor estado para escuchar el silencio de Dios.
Nunca dejaré de dar las gracias a los sacerdotes buenos y santos que entregan generosamente la vida entera por el reino de Dios. Pero denunciaré sin descanso a los que son infieles a las promesas de su ordenación punto para darse a conocer o para imponer su propia visión, tanto en el plano teológico como en el pastoral, hablan y hablan sin parar. Son clérigos que repiten las mismas banalidades. No podría asegurar que Dios habite en ellos. ¿Quién es capaz de descubrir en el desbordamiento de su interioridad una fuente nacida de las profundidades divinas? Pero ellos hablan, ya los medios les guste escucharles para hacerse eco de sus necedades, sobre todo si se manifiestan a favor de las nuevas ideologías posthumanistas en materia de sexualidad, familia y matrimonio. Para estos clérigos, la idea que Dios tiene de la vida conyugal es un ideal evangélico. El matrimonio ya no es una exigencia y un querer de Dios cuyo modelo está expresado en el vínculo nupcial entre Cristo y la Iglesia. La presunción y la arrogancia de algunos teólogos les lleva incluso a exponer opiniones personales difícilmente conciliables con la revelación, la tradición, el magisterio multisecular de la Iglesia y la enseñanza de Cristo. Y así, poderosamente respaldados por el ruido mediático, llegan incluso a cuestionar el pensamiento de Dios.
¿No se habrán hecho realidad las palabras proféticas de Pablo VI citadas por Jean Guitton en su libro “Pablo VI secreto”? “Hay un gran descontento en este momento en la iglesia y lo que están cuestionando es la fe. Lo que me alarma cuando reflexiono sobre el mundo católico es que el interior del catolicismo parece dominar a veces un pensamiento de tipo no católico y puede llegar a ocurrir que este pensamiento no católico en el interior del catolicismo se convierta mañana en el más fuerte, pero nunca representar el pensamiento de la Iglesia. Es necesario que subsista un pequeño rebaño, por pequeño que sea.”
Desde su renuncia, Benedicto XVI, envuelto en el silencio de un monasterio en los jardines del Vaticano, es una réplica de los monjes. Como los contemplativos, sirve a la iglesia consagrando sus últimas fuerzas y el amor de su corazón a la oración, la contemplación y la adoración de Dios. El Papa emérito permanece delante del Señor por la salvación de las almas y para la sola gloria de Dios. Aún así, al cabo de dos milenios, ¡qué sorprendente paradoja ver a tantos teólogos charlatanes, a tantos papas ruidosos, a tantos sucesores de los apóstoles pretenciosos e infatuados de sus razonamientos! no obstante, la Iglesia, fundada sobre Pedro y la roca del Gólgota, es inquebrantable.
Por desgracia, las fuerzas mundanas que quieren forjar al hombre moderno eliminar metódicamente el silencio.
Es en el silencio, y no en el tumulto ni el ruido, cuando Dios penetra en las profundidades más íntimas de nuestro ser.
El silencio no es una ausencia, al contrario: Se trata de la manifestación de una presencia, la presencia más intensa que existe.
Cuanto más nos revestimos de gloria y honores, cuanto mayor es nuestra dignidad, cuanto más investidos estamos de responsabilidades públicas, de prestigio y de cargas temporales como laicos, sacerdotes u obispos, más necesidad tenemos de avanzar en la humildad y de cultivar cuidadosamente la dimensión sagrada de nuestra vida interior, procurando constantemente ver el rostro de Dios en la oración, la meditación, la contemplación y la ascesis.
Puede ocurrir que un sacerdote bueno y piadoso, una vez elevado a la dignidad episcopal, caiga enseguida en la mediocridad y el deseo de triunfar en los asuntos mundanos. Abrumado por el peso de las funciones de que está investido, movido por el deseo de hacerse ver, preocupado por su poder, autoridad, y las necesidades materiales de su cargo, se va ahogando poco a poco. Tanto él como sus obras manifiestan el deseo de ascender, el anhelo de prestigio, y una degradación espiritual. A él y al rebaño del que le ha hecho guardia en el Espíritu Santo, con el fin de que apaciente la Iglesia de Dios, les hace mucho daño que compre a Dios con la sangre de su propio hijo.
Para definir los contornos de nuestras acciones futuras conviene hacer silencio diario
Es imposible imaginar ni por un instante una vida de oración al margen del Silencio.
Los sonidos y las pasiones nos apartan de nosotros mismos mientras que en silencio siempre obliga al hombre interrogarse sobre su propia vida.
El hombre que domina su lengua controla su vida como el marinero domina la nave. Y al contrario el hombre que habla demasiado es un navío borracho.
Arrastrado hacia fuera por la necesidad de contarlo todo, el charlatán se halla lejos de Dios y de cualquier actividad profunda. No le queda tiempo para recogerse, para pensar, para vivir en profundidad. Con la agitación que crea en torno a él, impide a los demás el trabajo y el recogimiento fecundos. El charlatán, vano y superficial, es un ser peligroso.
La costumbre tan extendida hoy de testimoniar en público gracias divinas concedidas en lo más íntimo del hombre, lo expone a la superficialidad, a la autoviolación de la amistad interior con Dios y a la vanidad.
Nuestra época abomina de aquello a lo que nos conduce el silencio: encontrar a Dios, maravillarse y arrodillarse ante Él.
Hoy en día, algunos sacerdotes tratan a la Eucaristía con un desprecio absoluto. Ven la Misa como un banquete en el que se habla, en el que los cristianos fieles a la enseñanza de Jesús, los divorciados que se han vuelto a casar, los varones y las mujeres en situación de adulterio, los turistas no bautizados que participan en las celebraciones eucarísticas de las grandes multitudes anónimas pueden tener acceso, indistintamente, al Cuerpo y a la Sangre de Cristo.
La Iglesia debe examinar urgentemente la oportunidad eclesial y pastoral de estas inmensas celebraciones eucarísticas compuestas por miles y miles de participantes. Existe el gran peligro de transformar la Eucaristía, “el gran misterio de la Fe”, en una vulgar kermesse y de profanar el Cuerpo y la Sangre preciosa de Cristo. Los sacerdotes que parten las especies sagradas no conocen a nadie y dan el Cuerpo de Jesús a todos, sin distinguir entre los cristianos y los no-cristianos, participan en la profanación del Santo Sacrificio eucarístico. Los que ejercen la autoridad en la Iglesia se convierten en culpables, mediante una forma de complicidad voluntaria, al dejar que se lleve a cabo el sacrilegio y la profanación del Cuerpo de Cristo en estas gigantescas y ridículas autocelebraciones, en las que muy pocos perciben que “se anuncia la muerte del Señor, hasta que él venga” (1 Co 11, 26).
Los sacerdotes infieles a la “memoria” de Jesús ponen más énfasis en el aspecto festivo y la dimensión fraternal de la Misa que en el sacrificio sangriento de Cristo en la cruz. La importancia de las disposiciones interiores y la necesidad de reconciliarnos con Dios aceptando que nos purifiquemos por el sacramento de la confesión no están a la moda hoy en día. Cada vez más dejamos de lado la advertencia de san Pablo a los corintios: “Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga. Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo. Por eso hay entre vosotros muchos enfermos y muchos débiles, y mueren no pocos” (cf. 1 Co 11, 27-30).
¿Al comenzar nuestras celebraciones eucarísticas, cómo es posible eliminar a Cristo que lleva su cruz y camina con dolor bajo el peso de nuestros pecados hacia el lugar del sacrificio? Hay muchos sacerdotes que entran triunfalmente y suben al altar, saludan a ambos lados para parecer simpáticos. Observen el triste espectáculo de algunas celebraciones eucarísticas… ¿Por qué tanta ligereza y mundanidad en el momento del Santo Sacrificio? ¿Por qué tanta profanación y superficialidad frente a la extraordinaria gracia sacerdotal que nos hace capaces de hacer presente en sustancia el Cuerpo y la Sangre de Cristo a través de la invocación del Espíritu? ¿Por qué algunos se creen obligados a improvisar o inventar oraciones eucarísticas que hacen desaparecer las frases divinas en un baño de escaso fervor humano? ¿Las palabras de Cristo son insuficientes para multiplicar los términos puramente humanos? ¿En un sacrificio tan único y esencial son necesarias esas fantasías y esas creatividades subjetivas? “Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados”, nos advierte Jesús (Mt 6, 7).
Hemos perdido el sentido más profundo del ofertorio. Pero éste es el momento en el que, como su nombre lo indica, el pueblo cristiano se ofrece en su totalidad, no al lado de Cristo sino en él, para su sacrificio que se realizará en la consagración. El Concilio Vaticano II ha resaltado admirablemente este aspecto, al enfatizar el sacerdocio bautismal de los laicos, sacerdocio que consiste esencialmente en ofrecernos al Padre con Cristo en el sacrificio […]
Si el ofertorio no es visto más que como una preparación de los dones, como un gesto práctico y prosaico, entonces será grande la tentación de añadir y de inventar ritos para suministrar lo que aquí es percibido como un vacío. En algunos países de África deploro las procesiones de ofrendas, largas y ruidosas, acompañadas de danzas interminables. Los fieles aportan toda clase de productos y de objetos que no tienen nada que ver con el sacrificio eucarístico. Estas procesiones dan la impresión de ser exhibiciones folklóricas que desnaturalizan el sacrificio sangrante de Cristo en la cruz y nos alejan del misterio eucarístico. Éste debe ser celebrado con sobriedad y recogimiento, pues estamos inmersos, nosotros también, en su muerte y en su ofrenda al Padre. Los obispos de mi continente deberían tomar medidas para que la celebración de la Misa no se convierta en una auto-celebración cultural. La muerte de Dios por amor a nosotros está más allá de toda cultura.
No es suficiente prescribir simplemente más silencio. Para que cada uno comprenda que la liturgia nos vuelve interiormente hacia el Señor, sería beneficioso que durante las celebraciones, todos juntos – sacerdotes y fieles – estemos corporalmente vueltos hacia oriente, simbolizado por el ábside.
Esta manera de obrar resulta absolutamente legítima. Es conforme a la letra y al espíritu del Concilio. Los testimonios de los primeros siglos de la Iglesia abundan. “Cuando estamos de pie para rezar, nos volvemos hacia oriente”, afirma san Agustín, haciéndose eco de una tradición que se remonta, según san Basilio, a los Apóstoles mismos. Las Iglesias fueron diseñadas para la oración de las primeras comunidades cristianas, las Constituciones apostólicas defendían en el siglo IV que ellas estuviesen orientadas hacia el este. Y cuando el altar está en el oeste, como en San Pedro de Roma, el oficiante debe volverse hacia el este y ponerse de cara al pueblo.
Esta orientación corporal de la oración no es más que el signo de una orientación interior. […] ¿El sacerdote no invita al pueblo de Dios a seguirlo al comienzo de la gran plegaria eucarística, diciendo: “Elevemos nuestros corazones”, a lo que el pueblo le responde: “Los tenemos levantados hacia el Señor”?
Como prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, tengo que recordar de nuevo que la celebración “versus orientem” está autorizada por las rúbricas del Misal, pues ella proviene de la tradición apostólica. No es necesaria una autorización particular para celebrar de este modo, pueblo y sacerdote, vueltos hacia el Señor. Si materialmente no es posible celebrar “ad orientem”, se debe necesariamente poner una cruz sobre el altar, bien a la vista, como punto de referencia para todos. Cristo en la cruz es el Oriente cristiano.
Me niego a ocupar nuestro tiempo oponiendo una liturgia a otra, o el rito de san Pío V al del bienaventurado Pablo VI. Se trata de entrar en el gran silencio de la liturgia; es necesario saber dejarse enriquecer por todas las formas litúrgicas latinas u orientales que privilegian el silencio. Sin este espíritu contemplativo, la liturgia se convertirá en ocasión de angustias odiosas y de enfrentamientos ideológicos en vez de ser el lugar de nuestra unidad y de nuestra comunión en el Señor. Éste es el momento de entrar en este silencio litúrgico, vueltos hacia el Señor, que el Concilio quiso restaurar.
Lo que voy a decir ahora no entra en contradicción con mi sumisión y mi obediencia a la autoridad suprema de la Iglesia. Deseo servir profunda y humildemente a Dios, a la Iglesia y al Santo Padre, con devoción, sinceridad y apego filial. Pero aquí está mi esperanza: si Dios la quiere, cuándo la querrá y cómo la querrá, en la liturgia se hará la reforma de la reforma. Pero a pesar del rechinar de dientes, la reforma se hará, pues en ella se juega el futuro de la Iglesia.
El libro: Robert Sarah avec Nicolas Diat, “La force du silence. Contre la dictature du bruit”, Fayard, Paris, 2016.
Traducción en español de José Arturo Quarracino, Temperley, Buenos Aires,
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