top of page

LA SINRAZÓN DEL ABORTO

  • Foto del escritor: Fabricio Melchiori
    Fabricio Melchiori
  • 23 mar 2018
  • 5 Min. de lectura

"Memorial para los niños no nacidos", de Martin Hudacek.

La apertura del debate sobre la despenalización del aborto en Argentina, con variadas manifestaciones a favor de la promulgación de la ley, es un hecho doloroso que nos interpela a seguir trabajando para devolver al mundo su sentido humano más profundo e integral. El hecho mismo de llegar a un debate sobre un tema que precede cualquier confesión religiosa es ya un fracaso y, ciertamente como lo han demostrado otras leyes, como la del divorcio, será aún más perjudicial.

El filósofo español Julián Marías (1914 – 2005), autor de más de 50 libros y de una monumental Historia de la Filosofía, ofreció en su momento un análisis puntual sobre la visión antropológica del aborto que podría ser punta de lanza para extraer el tema religioso del debate sobre lo que eufemísticamente se le llama “interrupción voluntaria del embarazo”.

El pequeño ensayo de Marías está contenido en el libro Sobre el Cristianismo editado en 1997. En él, el antiguo alumno de Ortega y Gasset hace un recuento interesantísimo sobre la manera de enfrentar lo que implica "la aceptación social del aborto". Sin duda, “lo más grave que ha acontecido en este siglo que se va acercando a su final”. Con un saldo de más de 50 millones de vidas cada año. Y hay que agregar, con pena, que se ha agravado en lo que va del XXI…

Abrir los ojos y ver la realidad.

Hasta el momento en que escribía su ensayo Marías ―sigue siendo igual— las posiciones irreductibles eran (son) posiciones de fe. Una fe religiosa (todo ser es querido por Dios) y otra fe en la ciencia: los datos mensurables son los únicos que cuentan. Por ello, el filósofo español quiere superar esta discusión mediante una visión antropológica, “fundada en la mera realidad del hombre, tal como se ve, se vive, se comprende a sí mismo”, abriendo los ojos y no volviendo la espalda a la realidad. Y es que ni falta hace apelar a lo religioso tratándose de un tema tan elemental de la condición humana. Si acaso, nos hace ver cuánto puede oscurecerse la razón si no es iluminada por la fe.

Mediante el uso del habla, de la lengua normal y cotidiana, Marías comienza por hacer una distinción elemental, libre de cualquier peso ideológico: no es lo mismo una cosa que una persona. En todos lados, en la isla remota y en el centro de Manhattan, en la selva y en Buenos Aires, el hombre distingue entre qué y quién; entre algo y alguien; entre nada y nadie.

No existe posibilidad de confusión: son conceptos-clave que tenemos arraigados en nuestro lenguaje, por lo tanto, en nuestro pensamiento sobre lo esencial.

Con esta distinción, el hijo no es una cosa de sus padres, no es un qué, sino es un quién, alguien al que se le puede nombrar, decirle tú. Alguien que, pasando el tiempo, podrá decir de sí mismo “yo”. Y al decir “yo” se contrapone al universo de las cosas, incluso, al propio creador, si se quiere pensar en Él. El feto no “pertenece a la madre”; está “encajado” en el vientre de la madre. Pero una mujer nunca dirá: “mi cuerpo está embarazado”, sino “estoy (yo, personalmente) embarazada”. Y lo que dice la mujer es “voy a tener un niño” y no “tengo un tumor”.

La cosificación de la persona.

Sin pretensiones religiosas, acudiendo a la experiencia cotidiana, constatamos que, como nosotros mismos, el niño, aún no nacido, es una realidad viviente. ¿Que no está acabada? Bueno, tampoco ninguno de nosotros lo estamos, aunque tengamos la edad que sea. El pequeño que vive ya en el seno de la madre es algo que será. Como nosotros mismos. La ciencia lo comprueba una y otra vez: aquello que desde el mismo inicio de la concepción posee toda la información genética de un ser humano solo “podrá serlo luego” si “antes ya lo era”.

La vida personal no basta para decir que ese alguien es un quién. Es decir, la autonomía en el comer, en el andar, en el vivir autónomo. Si eso fuera así, el niño, hasta de varios meses de nacido, el comatoso, el que duerme profundamente, el arterioesclerótico… podrían ser “eliminados” como cosas no autónomas.

Volviendo al lenguaje, Marías “recomienda” que se llame, al ahorcamiento, “interrupción de la respiración”. Basta con dos minutos, y listo. Pero, la verdad ―de nuevo, la verdad en la vida cotidiana— debe imperar.

Y cuando se aborta o se ahorca a alguien, “no se interrumpe el embarazo o la respiración, en ambos casos se mata a alguien”, aunque la mayor parte de las veces se enmascara como una especie de muerte “necesaria”: para mejorar la raza, decían los nazis, para evitar la sobrepoblación (cuando se aducen problemas económicos, sigue en pie el ofrecimiento de aquél médico de matar el hijo mayor de aquélla madre que quería abortar, ya que gasta más), para evitarle el sufrimiento… Y con esos fines se encubre la realidad. Sobre todo, “porque esos fines no son el aborto”. Y hoy se propone, ante los casos de muerte de mujeres por aborto, “que los puedan hacer bien”, sin correr riesgos. ¿Es posible que la “solución” a esto sea la muerte de un niño inocente en el seno de su madre, a lo que se agrega en la mujer un trauma insuperable? ¿No debería el Estado, garante del bien común, proveer a la atención de esas mujeres en situación vulnerable?

Negar la persona del hombre.

Finalmente, Marías llega a la conclusión que el núcleo está en “la negación del carácter personal del hombre”. Desaparece ―en el aborto— la paternidad; a la madre se le considera como alguien que sufre en ella el crecimiento de un intruso. En fin, se elimina el quién para dejar paso al qué. “Tan pronto como aparece toda la producción elevada para justificar el aborto se desploma como una monstruosidad”.

Al eliminar al padre, a la madre, al hijo, al deshumanizar la relación de pareja, ¿qué queda de humano en todo esto? Absolutamente nada. “Por eso ―concluye su ensayo Julián Marías— me parece que la aceptación social del aborto es, sin excepción, lo más grave que ha acontecido en este siglo…”.

Y en el nuestro.

Esta humanidad ha dado muestras, a lo largo de la historia, de superar, fundamentalmente con el uso de la razón, un mal como, por ejemplo, el de la esclavitud.

La imagen premiada que ilustra este artículo es obra de un artista esloveno que muestra a la madre, de piedra, ensangrentada, y a su niño, de cristal, transparente, que ya no está, como en actitud de perdón.

¿Habrá aunque sea un puñado de personas que, apelando a la recta razón, tengan la valentía de frenar el tremendo drama del aborto?


Comments


Únete a nuestra lista de correo

  • Facebook icono social
  • Icono social Twitter
bottom of page