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LOS DOS PAPAS

  • Foto del escritor: Fabricio Melchiori
    Fabricio Melchiori
  • 6 ene 2020
  • 7 Min. de lectura

Una premisa

El guión es de Anthony McCarten (La teoría del todo, El instante más oscuro), que adapta su propio ensayo biográfico sobre los paralelismos y diferencias entre Benedicto XVI y Francisco. Un libro, por cierto, bastante duro especialmente en relación con Benedicto. McCarten explica con claridad su postura en el prólogo del libro: educado en una familia numerosa y católica de raíces irlandesas, McCarten no disimula su frustración por una Iglesia que sigue defendiendo una moral sexual que le parece absolutamente trasnochada y suspira por una Iglesia que se adecúe a los tiempos.

Por otra parte, dirige la película Fernando Meirelles (Ciudad de Dios). El cineasta brasileño también nació católico y también se siente alejado de la fe.

Lo que Meirelles y McCarten nos cuentan es la relación de dos Papas que para ellos representan las dos caras de la Iglesia: la conservadora, hermética y alejada, y la progresista, abierta y cercana. Hasta aquí, la película sigue la narrativa de los medios al milímetro. Nada nuevo bajo el sol. Veamos…

La propuesta

Los dos Papas, entonces, el film de Fernando Meirelles que acaba de estrenar la plataforma Netflix, tiene todos los ingredientes de una atractiva película si nos atenemos exclusivamente a su factura fílmica: un auténtico duelo actoral protagonizado por Anthony Hopkins (Benedicto XVI) y Jonathan Pryce (Francisco), dos grandes del cine contemporáneo, diálogos chispeantes, con momentos de tensión, golpes de humor y hasta escenas desopilantes (como en la que Bergoglio intenta bailar un tango con Benedicto) que dan cierto alivio al espectador.

Distinto, en cambio, es el juicio si se apunta al contenido o, al “mensaje que está más allá” de la película. El relato se inicia con la muerte de Juan Pablo II, el cónclave en el que resulta elegido Joseph Ratzinger como el Papa Benedicto XVI y en el que un Cardenal argentino, Jorge Mario Bergoglio, aparece como el segundo más votado. Al término del cónclave un Bergoglio indisimuladamente contrariado se despide en el Aeropuerto de Roma, de regreso a Buenos Aires, de otro cardenal a quien desliza este comentario: las reformas que la Iglesia necesita no se harán y tendrán que esperar.

Años después, Bergoglio, quien ha pedido insistentemente su retiro (fuera de toda realidad histórica, que al menos sepamos), aterriza en Roma llamado por Benedicto XVI. La entrevista tiene lugar, en su primer día, en Castelgandolfo, en la sobriamente elegante residencia veraniega de los papas, en las afueras de la Ciudad Eterna, sobre el lago de Albano. Aquí comienza el duelo entre el Papa alemán y el Cardenal argentino. Son dos mundos distintos; y no sólo por las diferencias culturales o de carácter que separan a un típico argentino, jesuita, afecto al futbol y al tango, informal en todo, amigo de kiosqueros porteños y de jardineros romanos, de un intelectual alemán, experimentado profesor de universidades europeas, de inconfundible rostro bávaro, de porte algo hierático, solitario (a tal punto que come solo), y amante de la buena música clásica que él mismo ejecuta al piano en sus horas de también solitario descanso. En efecto, más allá y por encima de estos contrastes, en realidad se enfrentan dos Iglesias; y aquí está, a nuestro juicio, la clave de la película.

La clave

Benedicto XVI es lo que diríamos un “conservador”, siguiendo esa categorización política que es y debe ser ajena a la realidad de la Iglesia; un papa preocupado por mantener íntegra la doctrina y la tradición de la Iglesia, convencido de que lo que el mundo necesita es una verdad absoluta que lo ponga al amparo de los vientos del relativismo, de cuya dictadura nos ha valientemente prevenido. Bergoglio, en cambio, es un reformador, piensa que la Iglesia es narcisista, que debe dejar de contemplarse a sí misma, abandonar sus disputas teológicas y litúrgicas (“vivimos discutiendo si la misa debe rezarse en latín o no”, es una de las frases que desliza el Cardenal) y abrirse al mundo, ser para todos y no para pocos, democratizarse, mezclarse con el dolor y el sudor de los pobres, con las víctimas de los abusos (“no basta con la confesión de los abusadores”, es otra de las frases que se oyen de boca del argentino), permitir la comunión a los divorciados, defender el medio ambiente y combatir los excesos del capitalismo.

A medida que transcurre el diálogo la relación entre los personajes se va transformando. Del enfrentamiento inicial, por momentos francamente hostil, va pasando a una suerte de intimidad fraterna. Ambos cuentan sus vidas y se confiesan recíprocamente, otro hecho inverosímil y banalmente tratado. ¿Cuál es el gran pecado del Cardenal? Su actuación en la época de la dictadura militar argentina cuando ejercía su cargo de Provincial de la Compañía y suspendió a dos jesuitas que se ocupaban de los pobres en un barrio marginal de Buenos Aires; ambos curas aparecen como víctimas de la represión militar y de la cobardía de Bergoglio. ¿Y el pecado del papa alemán? No haber atendido las graves denuncias contra el sacerdote mexicano Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, acusado de gravísimos delitos de abuso sexual. Historia, también, radicalmente falsa si se tiene presente que fue justamente Benedicto quien tuvo que esperar a ser Papa, debido a la resistencia de algunos cardenales, para poner fin a décadas de escandaloso ocultamiento de esos lamentables hechos.

El desenlace ocurre en una Capilla Sixtina absolutamente vacía en la que sólo están, frente a frente, el Papa y el Cardenal. Allí, Benedicto le confiesa a Bergoglio que ha decidido renunciar a la Sede de Pedro: él no sabe gobernar, es sólo un académico, no ha sabido hacerse de colaboradores eficaces, hace tiempo que Dios no lo escucha, todo aquello en lo que ha creído y por lo que ha vivido se le aparece vano: la Iglesia necesita un Bergoglio; por eso, Benedicto debe renunciar y el Cardenal permanecer. Al menos fantasioso, para un guion que pretende basarse en hechos reales.

El final lo conocemos: renuncia de Benedicto XVI, nuevo cónclave y Bergoglio, convertido en Francisco, sin el pectoral de los papas, sin paramentos y calzando sus míticos zapatos negros, saluda a la multitud que lo aclama en Piazza San Pietro aquel lluvioso atardecer del 13 de marzo de 2013. Desde su retiro, Benedicto sonríe frente al televisor, como quien ha cumplido su tarea.

Benedicto ya no está, se ha ido y con él se ha ido la Iglesia de Cristo, la que salió del costado abierto del Crucificado, la que con sombras y luces ha sido el faro del mundo y ha anunciado el evangelio a los hombres. Hay dignidad en esa “muerte”. Es más que el canto del cisne: es un humilde apartarse en oración ante el misterio del mal en el seno mismo de la Iglesia. En su lugar ha nacido “la nueva Iglesia” de Francisco: humana, misericordiosa, hospital de campaña, portadora de un evangelio intramundano, ecologista, que no teme poner los ídolos del mundo en el lugar santo.

Una crítica

En su crítica, el obispo de San Sebastián, Monseñor Munilla, explica que la película pretende “que nos caiga simpático Jorge Mario Bergoglio, quien va a ser sucesor del Papa Benedicto XVI, y que se genere en nosotros una antipatía hacia todo lo que este último ha representado”.

Además, dijo que se presenta a Benedicto XVI como una “persona rara, ensimismada, sin empatía, incapaz de dialogar con el mundo”, mientras que Jorge Mario Bergoglio es “todo lo contrario”. “Todo esto tiene una finalidad que está absolutamente al servicio de la herejía de nuestros días, que es la contraposición entre la verdad y la caridad, que se presenta de una manera recurrente”, acotó.

En ese contexto, Benedicto XVI representa la fidelidad al dogma, a la verdad, a la fe (…) y Jorge Mario Bergoglio es una persona que viene de haber pisado el mundo, es un enemigo acérrimo de las posiciones del Benedicto XVI, y lo que entiende es que la Iglesia debe abrirse al mundo y asumir sus postulados; no tiene que importar lo que ocurra con el aborto, anticoncepción, homosexualidad, sacerdocio de mujeres, etc.

En ese contexto subrayó que “esa contraposición entre verdad y caridad es una manipulación absoluta”, porque "la verdad y la caridad son una sola cosa en Cristo".

Mons. Munilla indica que la película le hace “un flaquísimo favor” al Papa Francisco, pues “aunque pretende hacerle simpático”, lo presenta como “alguien que acoge sin discernimiento el espíritu del mundo, asumiendo todos los postulados de la secularización, como si no tuviese nada que decir ante el relativismo”.

El Obispo de San Sebastián lamenta que el filme se someta a la “tesis” de la “cultura dominante”, es decir, de aquella “proyección de que en la Iglesia hay conservadores, progresistas, de derechas y de izquierdas, y que todo sería visto desde estos parámetros, que son absolutamente ajenos y extraños al ser y a la vida de la Iglesia”.

“Sí que hay dos Iglesias, pero no son la conservadora o la progresista, la de derechas o la de izquierdas, sino una Iglesia que evangeliza y una Iglesia que se mundaniza. Ese es el riesgo que tenemos. O evangelizamos o nos mundanizamos”, aclaró.

Según Mons. Munilla los parámetros en los que gira “Los dos papas” pretende “manipular la vida de la Iglesia y sobre todo hacernos asumir una herejía, el antagonismo entre verdad y caridad: una contraposición absurda y un dualismo inexistente en el Evangelio”.

Quizá tenga razón, aunque suene dramático y misterioso, lo que me comentaba un conocido al decir que Los dos papas es la versión cinematográfica de la tesis impuesta por la secta modernista: lo único bueno de Benedicto XVI es haber comprendido que debía renunciar para dar paso a Francisco, el reformador, el heraldo de la primavera de la Iglesia. Y en este sentido la película es todo un acierto porque refleja con exactitud el drama de la Iglesia de nuestros días. Sólo que este drama es presentado con el ropaje de una gloriosa y esperanzadora victoria.

En síntesis: un veneno letal en un atrayente envase.


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